Una mañana, Juan se despertó y fue donde su madre:
—Madre, ¿sabes lo que he soñado?
—Dime, hijo.
—Que estábamos sentados en una gran mesa.
—¿Quiénes?
—Mucha gente. Había gente de piel blanca, piel amarilla, piel negra y piel marrón. Era una mesa grande, con mucha comida. Todos comíamos y hablábamos alegremente. Los africanos nos cantaban canciones populares de África, y se sentían contentos porque no iba a haber más esclavitud en su continente. Se sentían libres y respetados por los blancos. Los de piel amarilla también estaban contentos porque las chicas de Asia podría ir a la escuela y no iban a ser abandonadas. Por fin, habían conseguido la igualdad entre hombres y mujeres. Los de piel marrón decían que América estaba libre de violencia. No más peleas, no más robos, no más maltratos. Sentían que la paz había llegado para, por fin, quedarse. Los de piel blanca comentaban que habían aprendido a amar diferentes culturas y personas. Se sentían felices porque veían que a su alrededor había paz y tranquilidad. Todos éramos felices, nos sentíamos miembros de un mismo mundo lleno de oportunidades. Yo también era feliz, madre. Hasta lloraba de emoción.
—¿Y piensas, Juan, que algún día llegará ese momento?
—Sí, madre, y ojalá yo esté vivo para poder comer en esa mesa y ver cómo todos somos hermanos.
Tu sueño, Fernando, lo hacemos nuestro.
—Madre, ¿sabes lo que he soñado?
—Dime, hijo.
—Que estábamos sentados en una gran mesa.
—¿Quiénes?
—Mucha gente. Había gente de piel blanca, piel amarilla, piel negra y piel marrón. Era una mesa grande, con mucha comida. Todos comíamos y hablábamos alegremente. Los africanos nos cantaban canciones populares de África, y se sentían contentos porque no iba a haber más esclavitud en su continente. Se sentían libres y respetados por los blancos. Los de piel amarilla también estaban contentos porque las chicas de Asia podría ir a la escuela y no iban a ser abandonadas. Por fin, habían conseguido la igualdad entre hombres y mujeres. Los de piel marrón decían que América estaba libre de violencia. No más peleas, no más robos, no más maltratos. Sentían que la paz había llegado para, por fin, quedarse. Los de piel blanca comentaban que habían aprendido a amar diferentes culturas y personas. Se sentían felices porque veían que a su alrededor había paz y tranquilidad. Todos éramos felices, nos sentíamos miembros de un mismo mundo lleno de oportunidades. Yo también era feliz, madre. Hasta lloraba de emoción.
—¿Y piensas, Juan, que algún día llegará ese momento?
—Sí, madre, y ojalá yo esté vivo para poder comer en esa mesa y ver cómo todos somos hermanos.
Tu sueño, Fernando, lo hacemos nuestro.